* Nota: A continuación reproduzco el texto contenido en este documento de PDF (Congreso Nacional de Periodismo Digital) con objeto de mejorar su accesibilidad y facilitar su difusión, de indudable interés. Las palabras de Andy Young fueron pronunciadas durante el Congreso Nacional de Periodismo Digital organizado por la Asociación de la Prensa de Aragón. (27/11/06)
EL PROCESO DE VERIFICACIÓN EN THE NEW YORKER
Por Andy Young
Me gustaría describir un poco la revista donde trabajo. The New Yorker acaba de cumplir 86 años y es, para bien o para mal, la revista semanal más importante de Estados Unidos. Fue concebida en los años 20 como revista humorística y como crónica de la ciudad de Nueva York en la época del Jazz. Publicaba artículos de autores humorísticos como Dorothy Parker, Robert Benchley, AJ Liebling, y James Thurber.
El tono de la revista cambió durante y después de la segunda Guerra Mundial.En el año 1946, publicó, en varias entregas, Hiroshima de John Hersey, una obra seminal sobre los efectos de las bombas nucleares en la población de Japón. Esta obra también ayudó a crear el tono de la revista –una actitud de perplejidad, a veces exagerada, hacia el Gobierno de Washington, y un sentido de que esa ciudad está poblada por gente que no saber pensar. Ese tono no ha cambiado mucho a través de los años.
En las décadas de los 50 y 60 la revista también empezó a ser reconocida – y todavía lo es – por los cuentos que publicaba cada semana. El New Yorker ha publicado a Philip Roth, John Updike, John Cheever, Nabokov, Borges, James Baldwin, y JD Salinger, el autor tal vez más asociado con el estilo de la revista.
En esos años también publicó In Cold Blood (A sangre fría) de Truman Capote y Silent Spring (Primavera silenciosa) de Rachel Carson, dos obras que cambiaron la manera en la que se escribe la “no ficción” y que, en el caso de Rachel Carson, facilitaron el desarrollo del movimiento ecologista en Estados Unidos. Más adelante, publicó a autores como Seymour Hersh, Joan Didion, Janet Malcolm, Raymond Carver, y Adam Gopnik. En los últimos años, la situación ha vuelto a cambiar. Ha terminado la época en la que se podían dedicar 20.000 palabras al ciclo vital del trigo. Tampoco creo que el futuro nos ofrecerá otro artículo sobre la vida cotidiana de una dominatrix de lujo o una estrella del cine porno. Los autores de cuentos que la revista publica son más internacionales -pueden servir como ejemplo Haruki Murakami,
Zadie Smith, y José Saramago-. Desde el 11 de septiembre de 2001, la revista, como todo el país –o por lo menos eso espero— se ha vuelto más sensible a los temas y acontecimientos internacionales.
Mirando en los archivos, encontré solamente tres o cuatro artículos sobre España antes de los atentados de Madrid en 2004. Un artículo sobre la carestía de los comestibles después de la segunda guerra, dos sobre procesiones religiosas y la cocina española, y un artículo de Jon Lee Anderson, a quien todos aquí conocemos bien, donde realiza un retrato del Rey Juan Carlos. Desde 2003 he corregido dos artículos sobre España, uno de Jon Lee, sobre el movimiento vasco, y otro de Larry Wright sobre las investigaciones realizadas después del 11 de marzo. Me fijé en los archivos – de una manera poco sistemática, debo admitir— para recordar los artículos que he corregido desde el 11 de septiembre, y encontré por lo menos ocho rtículos largos sobre Afganistán, diez más o menos sobre Irak e Irán, y demasiados
artículos para contar sobre las mentiras y las excusas del Gobierno para racionalizar sus guerras y las torturas en Abu Ghraib y Guantánamo.
Ahora quiero empezar a explicar los procedimientos de fact checking o verificación de datos en The New Yorker. La revista toma muy en serio este proceso, más en serio que otras revistas. Es un proceso que prácticamente no se realiza en los periódicos o en las editoriales literarias. En realidad es un lujo que se ofrece a nuestros autores, pero, a fin de cuentas, sirve para proteger a la revista de litigios por difamación y de la publicación de errores vergonzosos, como por ejemplo un artículo en el cual se decía que Jackson Pollock había asistido a una cena en 1970, catorce años después de su muerte. Este es un ejemplo real de un artículo que yo revisé. La verificación de datos ayuda a cruzar la línea, a veces poco clara, entre la realidad y la ficción. Los escándalos recientes de Jayson Blair y Judith Miller en el New York Times,
y de James Frey, el autor de las memorias A Million Little Pieces (traducido en España como En mil pedazos), que —ahora que sabemos que contenían una porción alta de invención— han demostrado la utilidad de la verificación. En New Yorker hay 16 fact checkers – un número inferior al de correctores de manuscrito o copy editors, pero superior al número de verificadores de otras revistas.
Algunos de mis colegas son jóvenes, recién licenciados; otros realizan este trabajo desde antes de que yo naciera. La sección tiene un director, que antes fue verificador, que también escribe artículos para otras publicaciones. Él resuelve los problemas complicados que surgen y se ocupa de entrevistar y contratar a nuevos empleados. Tiene dos delegados que se encargan del flujo de artículos y de otros asuntos de organización. Todo lo que se publica en la revista es verificado, incluso las historietas gráficas, las portadas, los poemas, los cuentos, las reseñas de arte y, por supuesto, los artículos periodísticos.
Una vez, verifiqué un poema que describía una laguna en Puerto Rico que estaba iluminada por la luz de ciertos animales fosforescentes. No me acuerdo cómo se llamaban, pero descubrí en mis investigaciones que el poeta no sabía nada de estos animales ni tampoco de cómo producían su fosforescencia. Había inventado términos científicos para describir lo que él había visto, detalles que hubieran parecido ridículos a cualquier lector con un conocimiento básico de biología. Tuve que explicar todo esto al editor. Desgraciadamente eliminaron el poema. El poema era bueno, pero la falta de un sentido básico de la ciencia lo sacó de la revista. Nunca más he querido verificar poemas por el terror de torturar a los pobres poetas.
Al poco tiempo de mi llegada a la revista, verifiqué un artículo escrito por el novelista Jeffrey Eugenides sobre un antropólogo, un sexólogo que estudiaba a los hermafroditas en la selva de Papúa Nueva Guinea. Eugenides decía que los pájaros y los monos de la selva no habían dejado dormir al sexólogo. Yo pensé: “¡Claro! Eso me parece muy lógico”. Unas semanas después me llegó una carta de un primatólogo jubilado. Los especialistas en temas raros, especialmente los especialistas jubilados, son los enemigos de los fact checkers. El primatólogo insistía que teníamos que publicar una corrección porque resulta que no hay monos en la selva de Papúa Nueva Guinea. Pensé: “¿qué importa?”. Se lo dije al director de la sección, pero él me explicó muy seriamente que sí era importante y que yo tenía que haber averiguado si había monos en Nueva Guinea. Si no los había, debería haber ofrecido al autor la opción de reemplazar los monos por otro animal indígena. ¿A lo mejor lo que arruinaba el sueño del sexólogo era el ruido de pájaros e insectos? Dos semanas más tarde llegó otra carta del primatólogo, donde mostraba un estado de pánico. Resulta que había investigado el tema, y que, a causa de la despoblación forestal y el desplazamiento de las poblaciones de monos, ahora sí había monos en la selva de Papúa Nueva Guinea. Por primera y última vez, celebré la destrucción de las selvas prístinas y empecé a tener dudas sobre la carrera que había elegido.
Estos son ejemplos triviales de lo que hacemos, pero indican el nivel de precisión y de detalle que se espera de los fact checkers. No importa si el artículo es sobre un episodio de la vida de la esposa del Marqués de Sade (en ese caso, por lo menos no hay peligro de litigio), o si es un artículo que podría afectar la política del Gobierno, como la serie que publicamos sobre los abusos en Abu Ghraib. Un aspecto del trabajo que todos apreciamos es que cada semana acaba siendo como un curso intensivo sobre cosas como la historia de los Marsh Arabs (árabes del pantano) en el sur de Irak o sobre la vida política de Hugo Chávez, Augusto Pinochet o sobre la lengua indígena Eyak, un idioma casi olvidado que sólo habla una señora anciana en Alaska.
Cuando un artículo es aceptado por los editores, lo mandan al director de los fact checkers que nos lo pasa. Muchas veces, la selección de verificador depende de los intereses o de la preparación o especialización de cada uno. Por ejemplo, a mí casi nunca me escogen para corregir artículos sobre economía, sobre deportes o artículos que requieren un conocimiento del alemán o el francés. Muchas veces me escogen para corregir artículos sobre artistas o cualquiera que requiera pelear con la gente de la Casa Blanca. Cuando me mandan un artículo, lo leo rápido la primera vez. Una de las ventajas de tener muchos empleados es que si un artículo realmente no me interesa, puedo decírselo al director y pasárselo a otra persona. Después de leerlo, generalmente llamo al autor y al editor para preguntarles si piensan que el artículo está listo y terminado o si creen que todavía pasará por muchos cambios o si el periodista todavía está entrevistando sus fuentes. Lo más importante es hablar con el autor del artículo sobre sus fuentes. Si el artículo es sobre una nueva biografía de García Lorca, las fuentes son bastante obvias: otras biografías, las obras de García
Lorca, su correspondencia, etcétera. En ese caso, es posible que no tenga que hacer ninguna llamada. Si el artículo habla de cómo el Ministerio de Defensa falsificó la información sobre las supuestas armas de destrucción masiva y engañó a las Naciones Unidas y al mundo entero para justificar una guerra contra Irak (éste fue el tema de un artículo de Seymour Hersh que yo verifiqué) el proceso es mucho más complicado. Hay que llamar a agentes de la CIA, a los representantes del ministerio, a funcionarios importantes en la Casa Blanca, etcétera. En este caso, tuve que crear listas muy largas de preguntas basadas en la información que se revelaba en el artículo y las mandé a todas esas personas. Se trata de preguntas muy específicas que deben parecer cómicas a las personas que las reciben; en realidad, creo que más bien las encuentran irritantes, porque son personas muy ocupadas que no tienen ganas de perder el
tiempo contestando mis listas de preguntas. En el caso del artículo de Seymour Hersh, las preguntas iban desde qué despacho es el que está al lado del de una persona o si otra persona estudió con un determinado profesor en los años sesenta en la Universidad de Chicago. También hay preguntas más complicadas como, por ejemplo, ¿es verdad que los pocos empleados top secret de la Oficina de Planes Especiales en el Ministerio de Defensa se autodenominan “la cábala”? En algunas ocasiones es necesario verificar conversaciones que han sido relatadas por terceras personas que no intervinieron directamente. Por ejemplo, un senador explicó a un periodista lo que el Presidente le contó sobre un asunto. Entonces, acudimos a la oficina del Presidente para preguntarle si recordaba la conversación como la había contado el senador. Muchas veces, las versiones no coinciden y hay que modificar el texto para que aparezca la conversación en el artículo.
Una parte importante del proceso de verificación de un artículo de este tipo es poder valorar si se puede confiar en las fuentes del periodista. Para hacerlo, debemos preguntarnos: ¿Quién es esta persona? ¿Tiene acceso a esa información? ¿Cuáles son sus motivos para hablar de estos temas con un periodista? Yo siempre sé la identidad de las fuentes secretas del periodista, aunque no se publiquen sus nombres y aparezcan como “un ex oficial de la CIA” o “una fuente de la Casa Blanca”. A veces, cuando hablo con una fuente, me doy cuenta de que esa persona no es completamente fiable. En algunos casos, sus motivos y prejuicios resultan demasiado evidentes, su versión de los hechos es demasiado vaga, parece que está mintiendo o la historia que me cuenta no está de acuerdo con lo que dicen otras fuentes.
Esto es lo que pasó en los meses antes de la Guerra de Irak con los artículos de Judith Miller para el New York Times. Judith Miller tenía acceso a personas con información sobre las armas de destrucción masiva, personas que formaban parte o tenían vínculos muy estrechos con los niveles más altos del Gobierno. Sus artículos comenzaron a generar temor en el público porque decían que Irak estaba preparando la construcción de armas nucleares. Colin Powell hizo referencias a la información de los artículos de Miller en su declaración ante el Consejo de Seguridad de la ONU antes del inicio de la guerra. No puedo decir con seguridad que esos artículos no habrían sido publicados en The New Yorker. Muy posiblemente habrían sido publi-
cados, pero solamente después de haber sido verificado por alguien como yo. Para hacerlo, habríamos hablado con sus fuentes y hecho todo lo posible para saber los nombres de todas las personas con quien ella había hablado y si era verdad que tenían acceso a la información que decían tener. En el mejor de los casos, habríamos hablado con sus fuentes después de haber leído las notas de sus entrevistas. Aunque no siempre es posible conseguir estas notas, nuestros periodistas saben que es una parte importante del proceso. No es algo que pasemos sin mucha discusión previa. También saben que tenemos la política de llamar a todas las fuentes. A veces, las fuentes se resisten a dedicar tiempo para hablar por teléfono conmigo. Les digo que si Hugo Chávez estuvo dispuesto a dedicarme media hora, ellos –directores de museos, funcionarios menores, etcétera– también lo pueden hacer.
Cuando nos mandan un artículo que parece dudoso – y a veces pasa—, por lo general no se publica en seguida. Se dedican varias semanas y se pide que el autor que realice más investigaciones en las que nosotros le ayudamos. En el caso de las fotos de las torturas y humillaciones en Abu Ghraib, Seymour Hersh –el periodista que reveló la noticia— tenía un CD con reproducciones de las fotos. En ese caso, nos pareció que las fotos bastaban para publicar un artículo sobre los abusos donde aparecieron varias imágenes. No puedo decir cómo el señor Hersh obtuvo esas fotos, pero sí puedo decir que lo primero que hicimos fue determinar si eran auténticas.
Más tarde aparecieron fotos falsas en Inglaterra, por ejemplo. Nosotros pudimos determinar que eran auténticas, que fueron tomadas en Abu Ghraib y, hasta cierto punto, confirmamos la identidad de las personas que aparecían en las fotos. La revista esperó una semana para publicar el artículo y así nuestros abogados tuvieron tiempo para revisarlo y nosotros para asegurarnos de que lo que decíamos era correcto.
Hace unos años, trabajé con Jon Lee Anderson en un artículo sobre Augusto Pinochet. Jon Lee había hablado con un miembro de la familia de Pinochet que le dijo que el general estaba en Inglaterra recuperándose de una operación. No hablé con Pinochet, pero lo hice con otros miembros de su familia y de su entorno y pude determinar que Pinochet todavía estaría en Inglaterra cuando el artículo apareciera publicado. En el texto se hablaba de la investigación del juez Baltasar Garzón y de su orden de arresto por violaciones de los derechos humanos. Pocos días después de su publicación, Garzón logró que arrestaran a Pinochet. Estoy seguro de que el familiar que nos habló no estaba nada contento con el resultado de su indiscreción, pero ¿cómo podía ser tan estúpido para pensar que Jon Lee, el autor de una biografía de
Che Guevara, podía escribir un artículo positivo sobre Pinochet?
Otro artículo de Jon Lee, que corregí hace unos años, era sobre el período que vino después de la guerra civil en Liberia, un país fundado por ex esclavos americanos. El presidente de Liberia, Charles Taylor, que ahora está exiliado pero sigue teniendo mucha influencia en el país, aceptó hablar conmigo por teléfono. Me dijo que sí que era verdad que él mismo había matado a varias personas, pero que había sido durante una guerra civil. También me aseguró que le había pegado un tiro en la rodilla a su rival y lo había quemado vivo, una escena que fue transmitida por la televisión en directo. Me explicó que lo había hecho solamente para mandar un mensaje a sus opositores. Me sorprendió cuando me dijo: “Andy, me parece muy ofensivo el uso de la palabra “warlord” (comandante en jefe militar) porque tiene connotaciones negativas”.
Lo más vergonzoso que me ha pasado desde que trabajo en la revista fue corrigiendo un artículo de Jon Lee sobre Gabriel García Márquez. Ahora sé que a Gabo no le gustó el artículo porque hablaba de todas sus casas y de su vida de jet-set.
Pero la persona a quien debo pedir disculpas no es él sino a su mujer. Gabo había estado enfermo y pasó un tiempo en el hospital. En Internet empezó a circular el rumor de que había muerto. El redactor jefe de la revista, David Remnick, conoció el rumor y me preguntó si era verdad. Yo no tenía ni idea. Me pidió que llamara a la mujer de Gabo, que estaba en Colombia (él estaba en México), para preguntarle si era cierto. Con pocas ganas, la llamé. Se puso frenética porque tampoco sabía si el rumor era correcto. Por suerte, Gabo estaba vivo, pero nos costó mucho que sus familiares volvieran a hablarnos después de esa metedura de pata.
Hablaré un poco del uso del Internet en mi trabajo. Por supuesto una persona puede mentir o repetir un rumor a uno de nuestros periodistas, pero esas mentiras y esos rumores son inmortales en Internet. Los archivos electrónicos de artículos son sumamente útiles y es esencial poder encontrar ensayos y discusiones de cualquier tema, desde el Kick boxing Thai hasta la literatura medieval española. Antes de Internet, no sé cómo la gente que hacía este trabajo podía encontrar rápidamente la información que necesitaba; pero, en el fondo, es lo que hace que mi trabajo sea interesante, y muchas veces lo es, aunque no siempre. Les puedo asegurar que verificar la ortografía de los nombres no es lo más divertido del mundo. Es más interesante la posibilidad de comunicar con la gente de una forma civilizada. Eso hace que este trabajo sea una parte importante del periodismo mismo.
Por Andy Young
Me gustaría describir un poco la revista donde trabajo. The New Yorker acaba de cumplir 86 años y es, para bien o para mal, la revista semanal más importante de Estados Unidos. Fue concebida en los años 20 como revista humorística y como crónica de la ciudad de Nueva York en la época del Jazz. Publicaba artículos de autores humorísticos como Dorothy Parker, Robert Benchley, AJ Liebling, y James Thurber.
El tono de la revista cambió durante y después de la segunda Guerra Mundial.En el año 1946, publicó, en varias entregas, Hiroshima de John Hersey, una obra seminal sobre los efectos de las bombas nucleares en la población de Japón. Esta obra también ayudó a crear el tono de la revista –una actitud de perplejidad, a veces exagerada, hacia el Gobierno de Washington, y un sentido de que esa ciudad está poblada por gente que no saber pensar. Ese tono no ha cambiado mucho a través de los años.
En las décadas de los 50 y 60 la revista también empezó a ser reconocida – y todavía lo es – por los cuentos que publicaba cada semana. El New Yorker ha publicado a Philip Roth, John Updike, John Cheever, Nabokov, Borges, James Baldwin, y JD Salinger, el autor tal vez más asociado con el estilo de la revista.
En esos años también publicó In Cold Blood (A sangre fría) de Truman Capote y Silent Spring (Primavera silenciosa) de Rachel Carson, dos obras que cambiaron la manera en la que se escribe la “no ficción” y que, en el caso de Rachel Carson, facilitaron el desarrollo del movimiento ecologista en Estados Unidos. Más adelante, publicó a autores como Seymour Hersh, Joan Didion, Janet Malcolm, Raymond Carver, y Adam Gopnik. En los últimos años, la situación ha vuelto a cambiar. Ha terminado la época en la que se podían dedicar 20.000 palabras al ciclo vital del trigo. Tampoco creo que el futuro nos ofrecerá otro artículo sobre la vida cotidiana de una dominatrix de lujo o una estrella del cine porno. Los autores de cuentos que la revista publica son más internacionales -pueden servir como ejemplo Haruki Murakami,
Zadie Smith, y José Saramago-. Desde el 11 de septiembre de 2001, la revista, como todo el país –o por lo menos eso espero— se ha vuelto más sensible a los temas y acontecimientos internacionales.
Mirando en los archivos, encontré solamente tres o cuatro artículos sobre España antes de los atentados de Madrid en 2004. Un artículo sobre la carestía de los comestibles después de la segunda guerra, dos sobre procesiones religiosas y la cocina española, y un artículo de Jon Lee Anderson, a quien todos aquí conocemos bien, donde realiza un retrato del Rey Juan Carlos. Desde 2003 he corregido dos artículos sobre España, uno de Jon Lee, sobre el movimiento vasco, y otro de Larry Wright sobre las investigaciones realizadas después del 11 de marzo. Me fijé en los archivos – de una manera poco sistemática, debo admitir— para recordar los artículos que he corregido desde el 11 de septiembre, y encontré por lo menos ocho rtículos largos sobre Afganistán, diez más o menos sobre Irak e Irán, y demasiados
artículos para contar sobre las mentiras y las excusas del Gobierno para racionalizar sus guerras y las torturas en Abu Ghraib y Guantánamo.
Ahora quiero empezar a explicar los procedimientos de fact checking o verificación de datos en The New Yorker. La revista toma muy en serio este proceso, más en serio que otras revistas. Es un proceso que prácticamente no se realiza en los periódicos o en las editoriales literarias. En realidad es un lujo que se ofrece a nuestros autores, pero, a fin de cuentas, sirve para proteger a la revista de litigios por difamación y de la publicación de errores vergonzosos, como por ejemplo un artículo en el cual se decía que Jackson Pollock había asistido a una cena en 1970, catorce años después de su muerte. Este es un ejemplo real de un artículo que yo revisé. La verificación de datos ayuda a cruzar la línea, a veces poco clara, entre la realidad y la ficción. Los escándalos recientes de Jayson Blair y Judith Miller en el New York Times,
y de James Frey, el autor de las memorias A Million Little Pieces (traducido en España como En mil pedazos), que —ahora que sabemos que contenían una porción alta de invención— han demostrado la utilidad de la verificación. En New Yorker hay 16 fact checkers – un número inferior al de correctores de manuscrito o copy editors, pero superior al número de verificadores de otras revistas.
Algunos de mis colegas son jóvenes, recién licenciados; otros realizan este trabajo desde antes de que yo naciera. La sección tiene un director, que antes fue verificador, que también escribe artículos para otras publicaciones. Él resuelve los problemas complicados que surgen y se ocupa de entrevistar y contratar a nuevos empleados. Tiene dos delegados que se encargan del flujo de artículos y de otros asuntos de organización. Todo lo que se publica en la revista es verificado, incluso las historietas gráficas, las portadas, los poemas, los cuentos, las reseñas de arte y, por supuesto, los artículos periodísticos.
Una vez, verifiqué un poema que describía una laguna en Puerto Rico que estaba iluminada por la luz de ciertos animales fosforescentes. No me acuerdo cómo se llamaban, pero descubrí en mis investigaciones que el poeta no sabía nada de estos animales ni tampoco de cómo producían su fosforescencia. Había inventado términos científicos para describir lo que él había visto, detalles que hubieran parecido ridículos a cualquier lector con un conocimiento básico de biología. Tuve que explicar todo esto al editor. Desgraciadamente eliminaron el poema. El poema era bueno, pero la falta de un sentido básico de la ciencia lo sacó de la revista. Nunca más he querido verificar poemas por el terror de torturar a los pobres poetas.
Al poco tiempo de mi llegada a la revista, verifiqué un artículo escrito por el novelista Jeffrey Eugenides sobre un antropólogo, un sexólogo que estudiaba a los hermafroditas en la selva de Papúa Nueva Guinea. Eugenides decía que los pájaros y los monos de la selva no habían dejado dormir al sexólogo. Yo pensé: “¡Claro! Eso me parece muy lógico”. Unas semanas después me llegó una carta de un primatólogo jubilado. Los especialistas en temas raros, especialmente los especialistas jubilados, son los enemigos de los fact checkers. El primatólogo insistía que teníamos que publicar una corrección porque resulta que no hay monos en la selva de Papúa Nueva Guinea. Pensé: “¿qué importa?”. Se lo dije al director de la sección, pero él me explicó muy seriamente que sí era importante y que yo tenía que haber averiguado si había monos en Nueva Guinea. Si no los había, debería haber ofrecido al autor la opción de reemplazar los monos por otro animal indígena. ¿A lo mejor lo que arruinaba el sueño del sexólogo era el ruido de pájaros e insectos? Dos semanas más tarde llegó otra carta del primatólogo, donde mostraba un estado de pánico. Resulta que había investigado el tema, y que, a causa de la despoblación forestal y el desplazamiento de las poblaciones de monos, ahora sí había monos en la selva de Papúa Nueva Guinea. Por primera y última vez, celebré la destrucción de las selvas prístinas y empecé a tener dudas sobre la carrera que había elegido.
Estos son ejemplos triviales de lo que hacemos, pero indican el nivel de precisión y de detalle que se espera de los fact checkers. No importa si el artículo es sobre un episodio de la vida de la esposa del Marqués de Sade (en ese caso, por lo menos no hay peligro de litigio), o si es un artículo que podría afectar la política del Gobierno, como la serie que publicamos sobre los abusos en Abu Ghraib. Un aspecto del trabajo que todos apreciamos es que cada semana acaba siendo como un curso intensivo sobre cosas como la historia de los Marsh Arabs (árabes del pantano) en el sur de Irak o sobre la vida política de Hugo Chávez, Augusto Pinochet o sobre la lengua indígena Eyak, un idioma casi olvidado que sólo habla una señora anciana en Alaska.
Cuando un artículo es aceptado por los editores, lo mandan al director de los fact checkers que nos lo pasa. Muchas veces, la selección de verificador depende de los intereses o de la preparación o especialización de cada uno. Por ejemplo, a mí casi nunca me escogen para corregir artículos sobre economía, sobre deportes o artículos que requieren un conocimiento del alemán o el francés. Muchas veces me escogen para corregir artículos sobre artistas o cualquiera que requiera pelear con la gente de la Casa Blanca. Cuando me mandan un artículo, lo leo rápido la primera vez. Una de las ventajas de tener muchos empleados es que si un artículo realmente no me interesa, puedo decírselo al director y pasárselo a otra persona. Después de leerlo, generalmente llamo al autor y al editor para preguntarles si piensan que el artículo está listo y terminado o si creen que todavía pasará por muchos cambios o si el periodista todavía está entrevistando sus fuentes. Lo más importante es hablar con el autor del artículo sobre sus fuentes. Si el artículo es sobre una nueva biografía de García Lorca, las fuentes son bastante obvias: otras biografías, las obras de García
Lorca, su correspondencia, etcétera. En ese caso, es posible que no tenga que hacer ninguna llamada. Si el artículo habla de cómo el Ministerio de Defensa falsificó la información sobre las supuestas armas de destrucción masiva y engañó a las Naciones Unidas y al mundo entero para justificar una guerra contra Irak (éste fue el tema de un artículo de Seymour Hersh que yo verifiqué) el proceso es mucho más complicado. Hay que llamar a agentes de la CIA, a los representantes del ministerio, a funcionarios importantes en la Casa Blanca, etcétera. En este caso, tuve que crear listas muy largas de preguntas basadas en la información que se revelaba en el artículo y las mandé a todas esas personas. Se trata de preguntas muy específicas que deben parecer cómicas a las personas que las reciben; en realidad, creo que más bien las encuentran irritantes, porque son personas muy ocupadas que no tienen ganas de perder el
tiempo contestando mis listas de preguntas. En el caso del artículo de Seymour Hersh, las preguntas iban desde qué despacho es el que está al lado del de una persona o si otra persona estudió con un determinado profesor en los años sesenta en la Universidad de Chicago. También hay preguntas más complicadas como, por ejemplo, ¿es verdad que los pocos empleados top secret de la Oficina de Planes Especiales en el Ministerio de Defensa se autodenominan “la cábala”? En algunas ocasiones es necesario verificar conversaciones que han sido relatadas por terceras personas que no intervinieron directamente. Por ejemplo, un senador explicó a un periodista lo que el Presidente le contó sobre un asunto. Entonces, acudimos a la oficina del Presidente para preguntarle si recordaba la conversación como la había contado el senador. Muchas veces, las versiones no coinciden y hay que modificar el texto para que aparezca la conversación en el artículo.
Una parte importante del proceso de verificación de un artículo de este tipo es poder valorar si se puede confiar en las fuentes del periodista. Para hacerlo, debemos preguntarnos: ¿Quién es esta persona? ¿Tiene acceso a esa información? ¿Cuáles son sus motivos para hablar de estos temas con un periodista? Yo siempre sé la identidad de las fuentes secretas del periodista, aunque no se publiquen sus nombres y aparezcan como “un ex oficial de la CIA” o “una fuente de la Casa Blanca”. A veces, cuando hablo con una fuente, me doy cuenta de que esa persona no es completamente fiable. En algunos casos, sus motivos y prejuicios resultan demasiado evidentes, su versión de los hechos es demasiado vaga, parece que está mintiendo o la historia que me cuenta no está de acuerdo con lo que dicen otras fuentes.
Esto es lo que pasó en los meses antes de la Guerra de Irak con los artículos de Judith Miller para el New York Times. Judith Miller tenía acceso a personas con información sobre las armas de destrucción masiva, personas que formaban parte o tenían vínculos muy estrechos con los niveles más altos del Gobierno. Sus artículos comenzaron a generar temor en el público porque decían que Irak estaba preparando la construcción de armas nucleares. Colin Powell hizo referencias a la información de los artículos de Miller en su declaración ante el Consejo de Seguridad de la ONU antes del inicio de la guerra. No puedo decir con seguridad que esos artículos no habrían sido publicados en The New Yorker. Muy posiblemente habrían sido publi-
cados, pero solamente después de haber sido verificado por alguien como yo. Para hacerlo, habríamos hablado con sus fuentes y hecho todo lo posible para saber los nombres de todas las personas con quien ella había hablado y si era verdad que tenían acceso a la información que decían tener. En el mejor de los casos, habríamos hablado con sus fuentes después de haber leído las notas de sus entrevistas. Aunque no siempre es posible conseguir estas notas, nuestros periodistas saben que es una parte importante del proceso. No es algo que pasemos sin mucha discusión previa. También saben que tenemos la política de llamar a todas las fuentes. A veces, las fuentes se resisten a dedicar tiempo para hablar por teléfono conmigo. Les digo que si Hugo Chávez estuvo dispuesto a dedicarme media hora, ellos –directores de museos, funcionarios menores, etcétera– también lo pueden hacer.
Cuando nos mandan un artículo que parece dudoso – y a veces pasa—, por lo general no se publica en seguida. Se dedican varias semanas y se pide que el autor que realice más investigaciones en las que nosotros le ayudamos. En el caso de las fotos de las torturas y humillaciones en Abu Ghraib, Seymour Hersh –el periodista que reveló la noticia— tenía un CD con reproducciones de las fotos. En ese caso, nos pareció que las fotos bastaban para publicar un artículo sobre los abusos donde aparecieron varias imágenes. No puedo decir cómo el señor Hersh obtuvo esas fotos, pero sí puedo decir que lo primero que hicimos fue determinar si eran auténticas.
Más tarde aparecieron fotos falsas en Inglaterra, por ejemplo. Nosotros pudimos determinar que eran auténticas, que fueron tomadas en Abu Ghraib y, hasta cierto punto, confirmamos la identidad de las personas que aparecían en las fotos. La revista esperó una semana para publicar el artículo y así nuestros abogados tuvieron tiempo para revisarlo y nosotros para asegurarnos de que lo que decíamos era correcto.
Hace unos años, trabajé con Jon Lee Anderson en un artículo sobre Augusto Pinochet. Jon Lee había hablado con un miembro de la familia de Pinochet que le dijo que el general estaba en Inglaterra recuperándose de una operación. No hablé con Pinochet, pero lo hice con otros miembros de su familia y de su entorno y pude determinar que Pinochet todavía estaría en Inglaterra cuando el artículo apareciera publicado. En el texto se hablaba de la investigación del juez Baltasar Garzón y de su orden de arresto por violaciones de los derechos humanos. Pocos días después de su publicación, Garzón logró que arrestaran a Pinochet. Estoy seguro de que el familiar que nos habló no estaba nada contento con el resultado de su indiscreción, pero ¿cómo podía ser tan estúpido para pensar que Jon Lee, el autor de una biografía de
Che Guevara, podía escribir un artículo positivo sobre Pinochet?
Otro artículo de Jon Lee, que corregí hace unos años, era sobre el período que vino después de la guerra civil en Liberia, un país fundado por ex esclavos americanos. El presidente de Liberia, Charles Taylor, que ahora está exiliado pero sigue teniendo mucha influencia en el país, aceptó hablar conmigo por teléfono. Me dijo que sí que era verdad que él mismo había matado a varias personas, pero que había sido durante una guerra civil. También me aseguró que le había pegado un tiro en la rodilla a su rival y lo había quemado vivo, una escena que fue transmitida por la televisión en directo. Me explicó que lo había hecho solamente para mandar un mensaje a sus opositores. Me sorprendió cuando me dijo: “Andy, me parece muy ofensivo el uso de la palabra “warlord” (comandante en jefe militar) porque tiene connotaciones negativas”.
Lo más vergonzoso que me ha pasado desde que trabajo en la revista fue corrigiendo un artículo de Jon Lee sobre Gabriel García Márquez. Ahora sé que a Gabo no le gustó el artículo porque hablaba de todas sus casas y de su vida de jet-set.
Pero la persona a quien debo pedir disculpas no es él sino a su mujer. Gabo había estado enfermo y pasó un tiempo en el hospital. En Internet empezó a circular el rumor de que había muerto. El redactor jefe de la revista, David Remnick, conoció el rumor y me preguntó si era verdad. Yo no tenía ni idea. Me pidió que llamara a la mujer de Gabo, que estaba en Colombia (él estaba en México), para preguntarle si era cierto. Con pocas ganas, la llamé. Se puso frenética porque tampoco sabía si el rumor era correcto. Por suerte, Gabo estaba vivo, pero nos costó mucho que sus familiares volvieran a hablarnos después de esa metedura de pata.
Hablaré un poco del uso del Internet en mi trabajo. Por supuesto una persona puede mentir o repetir un rumor a uno de nuestros periodistas, pero esas mentiras y esos rumores son inmortales en Internet. Los archivos electrónicos de artículos son sumamente útiles y es esencial poder encontrar ensayos y discusiones de cualquier tema, desde el Kick boxing Thai hasta la literatura medieval española. Antes de Internet, no sé cómo la gente que hacía este trabajo podía encontrar rápidamente la información que necesitaba; pero, en el fondo, es lo que hace que mi trabajo sea interesante, y muchas veces lo es, aunque no siempre. Les puedo asegurar que verificar la ortografía de los nombres no es lo más divertido del mundo. Es más interesante la posibilidad de comunicar con la gente de una forma civilizada. Eso hace que este trabajo sea una parte importante del periodismo mismo.