El encanto de los libros de biblioteca está en las manos por las que han pasado. El libro que leo ahora está lleno de quemazones. Largas quemaduras atraviesan las páginas, una tras otra, como serpientes amarillas. Da la sensación de que el tipo ha usado el libro de cenicero. O que no le gustaba y como venganza iba dejando un sendero de desprecio en la novela. Con los años he ido extrayendo pequeños tesoros del interior de los libros: billetes de metro, boletos de lotería, estampitas de San Pancracio, la tarjeta de un puticlub, la publicidad de una tienda de petardos... Siempre los examino con pulcritud de coleccionista, buscando una fecha, un nombre... pistas sobre ese anterior lector al que trato de imaginar.
Además de los que dejan regalos en los libros, están los que quieren quedarse para siempre en los libros. Y en este grupo hay una fauna muy variada. Están los que corrigen al autor, insoportables, pedantes, que hacen una anotación al margen del tipo “leísmo” o “falta el acento”. También los que leen con espíritu de alumnos aplicados, y apuntan los significados de las palabras más raras. Por no hablar del batallón de los entusiastas, los que escriben ¡dios mío! o ¡qué bueno! como si pudieran comunicarse con el autor a través de una tinta paranormal.
Quizá uno de los grupos más destructivos sean los que subrayan (en la variación más vándala llegan a hacerlo a boli) porque hacen que preveas con antelación cuando vas a llegar a un pasaje interesante. Nada que ver con los respetuosos lectores que, por no molestar, solo doblan ligeramente las esquinas, aunque ni ellos saben muy bien para qué. A veces, sin embargo, si el libro es muy viejo y ha pasado por las manos de varios dobladores de esquinas, llegan a verse auténticos prodigios de páginas dobladas hasta la mitad, en sucesivas dobleces, y leer es entonces como ir abriendo ostras.
En algunos libros he encontrado arena de playa, pelos de mujer, marcas de carmín... Cualquier día me encuentro un condón usado.
No hace mucho tiempo, bajo el nombre de ‘Charo’, encontré un teléfono anotado en el dorso de una contraportada. Inducido por una irrefrenable curiosidad, llamé: ¿Te gustó ‘La calle estrecha’? – pregunté. ‘No, gracias, no queremos nada’. Y me colgaron, lógicamente.