Cuando me lo contó, le propuse a mi primo S. que escribiera un diario, con todas aquellas vivencias en el interior del muñeco. Sin embargo, a él no le hizo ni pizca de gracia. Cinecito era una mascota infame, tal vez la más ridícula de todas las creadas por el hombre, se suponía que era un pequeño y feliz proyector, ávido de animar a la gente a consumir cine español. A mi primo S. le pagaban por horas, una empresa de trabajo temporal, solo tenía que esperar en la puerta del cine, permanecer en el interior del traje, y dedicarse a trotar alegremente entre los espectadores.
Sin embargo, aquel fingido alborozo se convirtió en una especie de felicidad de pesadilla. Mi primo se sentía preso de una alegría ilusoria y fofa, superior a sus fuerzas. Se descubría a sí mismo sonriendo en la oscuridad, bajo el traje, como un esquizofrénico. La misma sonrisa hipócrita de Cinecito, como si aquellas miradas de desdén hubieran podido traspasar la tela.
La mayor parte del tiempo veía el mundo como a través de un túnel, sudaba y el traje se transformaba en una segunda piel de la que nunca se podría librar. Aunque en su vida había leído a Kafka, mi primo llegó a sentirse como un Gregorio Samsa contemporáneo y ridículo, agitando sus patitas de Cinecito en medio de la multitud.
Muchas tardes notaba que le tocaban el culo a través de las mallas. Una mano le agarraba la cacha sin miramientos, durante milésimas de segundo. Para cuando se daba la vuelta con el aparatoso traje, ya no había nadie. No muy lejos, le contemplaba el mismo grupo de niñatas retozonas, disimulando junto a la pared. Parecían encantadas de abusar de Cinecito.
Sin embargo, aquel fingido alborozo se convirtió en una especie de felicidad de pesadilla. Mi primo se sentía preso de una alegría ilusoria y fofa, superior a sus fuerzas. Se descubría a sí mismo sonriendo en la oscuridad, bajo el traje, como un esquizofrénico. La misma sonrisa hipócrita de Cinecito, como si aquellas miradas de desdén hubieran podido traspasar la tela.
La mayor parte del tiempo veía el mundo como a través de un túnel, sudaba y el traje se transformaba en una segunda piel de la que nunca se podría librar. Aunque en su vida había leído a Kafka, mi primo llegó a sentirse como un Gregorio Samsa contemporáneo y ridículo, agitando sus patitas de Cinecito en medio de la multitud.
Muchas tardes notaba que le tocaban el culo a través de las mallas. Una mano le agarraba la cacha sin miramientos, durante milésimas de segundo. Para cuando se daba la vuelta con el aparatoso traje, ya no había nadie. No muy lejos, le contemplaba el mismo grupo de niñatas retozonas, disimulando junto a la pared. Parecían encantadas de abusar de Cinecito.