Pesadilla del penique
Medio Manhattan ha venido a mear en este váter. Suelto mi chorro e imagino que estoy en un estanque. Hay un penique en el fondo. Me pregunto quién lo habrá arrojado y si habrá pedido un deseo. Tiene gracia. Me estaré meando sobre los deseos de algún pobre desgraciado. A fin de cuentas, qué vale un sueño de un penique, digo yo. El chorro lo hace bailar, como una de esas bolas de la lotería.
Bajo el lavabo hay como sangre y algo parecido a un riñón, un riñón pequeñito y viscoso. Le diré a Dan que lo limpie. Salgo afuera, tal vez el aire me despeje. Una furgoneta blanca se para en la esquina y entonces le veo, se acerca como si no me hubiera visto y se echa la mano a la cintura. Como por instinto, mi cuerpo se pega a la pared, bruscamente. Es solo un segundo. Después el tipo se pierde, hacia la Sexta y yo siento el bombeo de la sangre en mis rodillas.
Una calle en SF
A veces piensa que en esta calle todo el mundo es feliz. Tiene una larga acera y un millón de casas de colores. A media tarde, a Bob le gusta encerar su viejo Buig. Lo saca un poco del garaje, para ver cómo brilla con el sol. El viento suave del sur, procedente del Pacífico, alivia un poco el calor de última hora. Ha estado tan ensimismado que ni siquiera ha visto a George, que ha regado su parte de la acera. Deja un momento el trapo. Será divertido charlar con el vecino.
Al rato ven entrar, desde el norte, un coche grande, un chevy Montecarlo del 2003. Es una pareja joven. El chico se apea y le dice algo a ella, que le sigue con desgana. Después se acercan a la casa. Por un momento, Bob se pregunta qué se proponen. Entonces ella se pone delante, el tipo dispara un par de fotos y ambos se vuelven por donde han venido. George se ríe: Nuestra calle con turistas, dice, y después se queda unos segundos mirándose la mano, como si hiciera muchos años que no se la ve.
Océano Pacífico
A última hora N. para el coche porque ve un cartel de Vista Point, giramos a la derecha y nos topamos con una colonia de elefantes marinos. Viven ahí, en la playa, alguien ha puesto un cordel para que no se acerquen los turistas. Un gran macho se mueve de un lado a otro berreando, como si presumiera de su harén. Delante de nosotros, un montón de perros de las praderas que se han acostumbrado a la gente, se acercan a por comida.
Esta mañana, al coger la autopista del Pacífico, vimos una primera playa, desde un acantilado. Eran las 6'30 h de la mañana y un grupo de unos 20 surfistas se adentraba en el agua, en busca de las primeras olas. He tenido una sensación de vértigo.
No sabría describir qué impresión me produce este lugar. No se parece a nada que hayamos visto antes, ni huele como nada que hayamos olido antes. N. se ríe de mí porque no me quise bañar en Santa Mónica. Oscurecía y un grupo de delfines saltaba junto a la orilla, a unos quince metros de nosotros.
Al final no hemos podido ver las ballenas, pero sabemos que están ahí, a pocos kilómetros. En Monterrey algunas veletas lo recuerdan: estamos en plena ruta ballenera.
La ciudad del pecado
Junto a la carretera que cruza el desierto de Mojave, camino de Las Vegas, alguien ha aprovechado unos cuantos acres de terreno para colocar los diez mandamientos, uno tras otro, en grandes carteles que puedan leer los conductores. "You shall not commit adultery", "You shall not kill", cada dos millas, como una visión entre la canícula del desierto.
En el Tropicana hay una serie de máquinas tragaperras dedicadas a Rocky. Hay máquinas temáticas para todos los gustos; de Terminator, de Superman... En éstas aparece una gran foto de Stallone, con los guantes de boxeo y los puños levantados al cielo, en señal de victoria. Tres señoras, completamente borrachas, echan monedas a la máquina y corean entusiasmadas: "¡Rocky! ¡Rocky! ¡Rocky!"...
En medio del Strip, un grupo de japoneses baila la jota, todos perfectamente ataviados de mañicos, mientras una multitud de curiosos echa monedas.
En el Barbary Coast, un Elvis de 250 kilos canta con su voz rota. De pronto, de entre las mesas, se levanta una señora de unos 90 años, que avanza con su tacataca hasta el escenario. Lleva una especie de bata llena de fotos de Elvis. El imitador se lanza a cantar una canción de los Dire Straits al más puro estilo Gurruchaga y entonces la vieja se suelta del tacataca con una mano. Baila como si ya estuviera viendo a Dios.
Cogerán el ferry a Staten Island
Cogerán el ferry a Staten Island. Cruzarán el agua verde del río, harán muchas preguntas, el aire moverá sus rizos azulados. Les harán permanecer quietos mientras el barco se mueve, tal vez alguno se levante y le tengan que castigar. Muchos reconocerán Liberty Island en cuanto la vean. Hay una luz espectacular esta mañana. Cuando estén un poco lejos, verán el puente de Manhattan y el skyline por primera vez en sus vidas. Es posible que el rabino les explique entonces dónde estuvieron las torres y qué pasó.
Después tendrán que hacer otra disciplinada fila para bajar del barco. Quién sabe si allí no habrá también otro señor fotógrafo como éste, que ahora les hace gestos con la mano.
Vida de Li
El señor Li salió esta mañana temprano de su casa, bajó por Canal Street y allí conversó un rato con el señor Po y la señora Stockton. Después recogió en Seer's un encargo para la señora Li y regresó a casa a por su vara de bambú.
Ahora es una serpiente. Sobre la piel de sus brazos, en la cara, siente que es una serpiente. Cada movimiento de su ser, cada brizna que brota de su pensamiento no pertenece a él, sino a la serpiente, ese ser que se balancea hacia el oeste, después hacia el este, ahora hacia el cielo, de donde brota la luz. Se mece, bascula, gira la vara en un movimiento repentino. Hay gente mirando. Puede que al señor Li le molesten las miradas; desde luego, no a la serpiente.