Cuando yo le conocí, el hombre lobo vivía en un 3º B. No tenía pelos por la cara ni garras ni colmillos. Era un tipo calvo con gafas de pasta y pinta de intelectual maoísta. Afortunadamente no era vecino mío, sino de mi amigo S., que nos traía noticias frescas sobre él.
Se sabía, por ejemplo, que vivía con su anciana madre, y que ésta llevaba años sin salir. Ambos se pasaban el día viendo películas del oeste que ponían a todo meter. En plena madrugada, según S., se podía escuchar “Centauros del desierto” con toda nitidez.
Tenían un vídeo beta y un montón de películas de John Wayne. También tenían gotelé, un setter de porcelana de tamaño natural y un faisán disecado en el recibidor. Nada que indujera a pensar en la licantropía. Salvo que, por las noches, le daba por aullar.
Empezaba como un gemido sordo, un leve lloriqueo de bebé. Pasaba diez minutos entre ronquidos y sollozos hasta que se arrancaba. Entonces los aullidos eran largos y tristes, como los de un mastín.
- Tiene un pastor alemán – supuso alguno de nosotros – y aúlla porque es forofo de John Ford.
Pero la teoría no cuajó.
Una tarde, mientras me cortaban el pelo, vi que al vecino lobo lo sentaban junto a mí. “Vengo a hacerme las patillas” – dijo el tipo, y fue la primera vez que escuché su voz.
Me quedé petrificado en el asiento. El tipo, serio como una tumba, me miró por el espejo. ¿Sería capaz de leer el pensamiento? Pensé que no. Se quitó las gafas y vi sus ojos de asesino. El peluquero, totalmente ajeno a mi terror, comenzó a arreglarle las patillas. Como si fuera un cliente más, le habló durante largo rato del Rayo Vallecano. Y así, mientras le cortaban los pelos de las orejas, el hombre lobo dijo que Onésimo no le parecía tan buen jugador.