Hay gente en mi nevera. Es una fobia como otra cualquiera. Me levanto en mitad de la noche y no soy capaz de abrirla, por más hambre que tenga. Mi amiga L., que está medio loca pero no sufre de fobias absurdas, se ha comprado un “enano de nevera”, que es un duende que pones entre el bote de ketchup y las salchichas y cuando abres el frigorífico te gruñe. Dice que así mantiene la dieta. A mí me daría un colapso.
Siempre me he preguntado qué sucede en su interior. Sé que se han hecho pruebas con cámara oculta, y que al cerrar la puerta se apaga la luz. Pero aún así no me quedo tranquilo. Tengo la sensación de que hay gente, enanitos fríos que beben zumo de limón.
Hay una web donde gente de todo el mundo envía fotos del interior de sus neveras. Las más ordenadas son las holandesas, que rozan la perfección. Las más tristes, cómo no, las británicas. Pero no hay quien distinga una nevera portuguesa de una del Japón. Iguales productos e iguales marcas. Dice N. que eso es la globalización y me recuerda que hace poco vimos una película muy turca, llena de turcos y de cosas turcas, con la excepción de las casas, que eran del IKEA de Estambul.
La gente mete todo tipo de cosas raras en sus neveras. Una vez vi que Tamara, la cutre, guardaba los teléfonos móviles en el congelador. Aún recuerdo el episodio en que Chris Peterson y su padre encontraban un alienígena en su jardín y lo metían en el frigo. Después comían su sabrosa carne durante semanas, hasta que “Vomitón” resucitaba de una chuleta.
En mi nevera, por ejemplo, además de mis botellines y las comidas exóticas de N. hay un ejemplar de Ferdydurke, de Gombrowicz, que metí hace unos meses por hacerme el intelectual. En verano, a mi amigo JM, le gusta meter los calzoncillos en el congelador, y luego se los pone tan fresquitos. El año pasado se dejó olvidados unos Calvin Klein, y con el tiempo cogieron tanto hielo que terminaron por parecer una sepia.
JM, por supuesto, se la comió.
Siempre me he preguntado qué sucede en su interior. Sé que se han hecho pruebas con cámara oculta, y que al cerrar la puerta se apaga la luz. Pero aún así no me quedo tranquilo. Tengo la sensación de que hay gente, enanitos fríos que beben zumo de limón.
Hay una web donde gente de todo el mundo envía fotos del interior de sus neveras. Las más ordenadas son las holandesas, que rozan la perfección. Las más tristes, cómo no, las británicas. Pero no hay quien distinga una nevera portuguesa de una del Japón. Iguales productos e iguales marcas. Dice N. que eso es la globalización y me recuerda que hace poco vimos una película muy turca, llena de turcos y de cosas turcas, con la excepción de las casas, que eran del IKEA de Estambul.
La gente mete todo tipo de cosas raras en sus neveras. Una vez vi que Tamara, la cutre, guardaba los teléfonos móviles en el congelador. Aún recuerdo el episodio en que Chris Peterson y su padre encontraban un alienígena en su jardín y lo metían en el frigo. Después comían su sabrosa carne durante semanas, hasta que “Vomitón” resucitaba de una chuleta.
En mi nevera, por ejemplo, además de mis botellines y las comidas exóticas de N. hay un ejemplar de Ferdydurke, de Gombrowicz, que metí hace unos meses por hacerme el intelectual. En verano, a mi amigo JM, le gusta meter los calzoncillos en el congelador, y luego se los pone tan fresquitos. El año pasado se dejó olvidados unos Calvin Klein, y con el tiempo cogieron tanto hielo que terminaron por parecer una sepia.
JM, por supuesto, se la comió.
Imagen: Fragmento de un cuadro de Gilles Tran