El tío de la foto se llama Karl Malone y es uno de aquellos jugadores de mis tiempos, gigantes capaces de hacer cualquier cosa con un balón. La particularidad de Malone era que, un segundo antes de lanzar los tiros libres, musitaba una especie de oración, una serie de palabras que repetía metódicamente antes de soltar el balón.
Malone botaba dos o tres veces en cada intento, sujetaba un instante la pelota y repetía para sí mismo las palabras mágicas. Una parrafada de unos cinco segundos. Después soltaba la bola y encestaba sin que nadie supiera qué acaba de ocurrir.
Malone botaba dos o tres veces en cada intento, sujetaba un instante la pelota y repetía para sí mismo las palabras mágicas. Una parrafada de unos cinco segundos. Después soltaba la bola y encestaba sin que nadie supiera qué acaba de ocurrir.
Así durante dieciséis temporadas. Malone repitió la ceremonia en cada tiro, y fue tal la efectividad que batió el récord histórico de tiros libres (8.534 aciertos de 11.576 intentos) y fue el mejor tirador desde la línea durante siete años consecutivos, cifras imposibles de igualar.
Aquel gesto, el ritual de sus labios antes de tirar, llegó a hacerse famoso en la NBA y fue motivo de curiosidad para muchos periodistas. Una y otra vez le preguntaron por el contenido de aquellas palabras, que nunca desveló.
Los comentaristas más avezados trataron de leer sus labios y llegaron a la conclusión de que se trataba de una oración. Algunos le atribuyeron entonces un profundo fervor religioso, como si Malone se hubiera convertido en un mormón más de la vieja Salt Lake City tostada por el sol.
Pero lo cierto es que nadie lo supo. Y, partido tras partido, Malone siguió repitiendo aquel conjuro, con los ojos clavados en el aire, como si hubiera visto a Dios.