La culpa es mía. Gobiernos de todo signo se afanan desde hace años en llegar a la misma conclusión. Y si la culpa no es mía, será de usted, no se confíe. La atroz sequía, el incremento de accidentes en carretera, la tala del Amazonas; terribles acontecimientos que suceden por mi falta de corazón.
Terminará por tener razón la DGT (“No pueden conducir por mi”), el anuncio de la niña que tira de la cadena y vacía el embalse de Entrepeñas. “Lo hacemos por tu bien” – te dice la voz de la campaña antitabaco. Y tú te quedas mucho más tranquilo, aunque luego te pases cuatro días sin cagar, por amor a los pantanos.
Leyendo con atención estos mensajes uno aprende que las viviendas suben porque los españoles las compramos, o que el IPC se dispara porque no nos da la gana de moderar nuestros salarios.
Una vez asumida la culpa como capital político de primera magnitud, la energía que los gobernantes deberían aplicar en la resolución de problemas, se desvía a la búsqueda frenética de un culpable, que puede aparecer en forma de ciudadano, de rival político o de odioso fumador.
Ahí tienen a la ministra Narbona, por ejemplo, dueña de una cartera sin competencias, obligada a la gestión de la culpa ajena. Da igual que le pregunten sobre incendios, la sequía o sobre el frío invernal. La ministra reparte culpas con emoción.
Dada la descentralización y en aras de economizar gastos y coordinar decisiones, tal vez convendría fundir Medioambiente, Sanidad y Vivienda en una nueva y única cartera; el Ministerio de la Culpa, de flamante creación.
Desde que han comprendido que una eficiente gestión de la culpa puede descabalgar a un Gobierno, los políticos se aplican a ello con fruición. En este sentido parece que unos lo hayan aprendido mejor que otros, pues el manejo mediático de asuntos como el accidente de Afganistán, el Carmel o el incendio de Guadalajara, se ha quedado en una chapucera reminiscencia de lo sucedido con el Yakolev o el Prestige.
En contraste con la de los ciudadanos, la culpa de la administración, si es que se encuentra, suele ser una culpa anónima e indolora, que se resuelve al cabo de veinte años con una sencilla indemnización. Nadie conoce, por ejemplo, al funcionario con nombre y apellidos que decidió otorgar el permiso para construir el camping de Biescas en una torrentera. Ni a la persona que decidió no poner un semáforo en el paso de cebra de Bilbao donde hace unas semanas atropellaron a dos niños.
Se diría que la culpa, como la ocasión, la pintan calva, y ahí está nuestro político, presto a agarrarla por el pelo que le queda. Dice el refranero que “el cojo le echa la culpa al empedrado" y que “el mal escribano echa la culpa a la pluma”. En el caso de los políticos, la culpa es solo nuestra, que les votamos.