El concurso de mates de la NBA lo acaba de ganar un tío del tamaño de María Teresa Campos. Con su metro setenta y tres, Nate Robinson se ha llevado el concurso de calle, contra la ley de la gravedad y contra el hecho de ser más bajito que la presentadora del evento. Se diría que Robinson ha salido de la tripa del buey como un “Garbancito” prodigioso solo para demostrar que en América hay récords que no se los salta un gitano, pero que igual se los salta un negro de los suburbios de Washington.
El pequeño Robinson tiene los ojos saltones, no digamos las patas, se levanta del parqué y a uno le entra como susto, a punto de contemplar la puesta en órbita del primer afroamericano en zapatillas.
Robinson agarra la pelota, canturrea la canción de los enanitos y hace del suelo una pura nostalgia; adiós amigos, adiós, viviré allá arriba, entre las aves migratorias, sin miedo a los efectos de la gripe del pollo.
El gran momento de la noche llega cuando Robinson, en un alarde de enano crecido y vacilón, saca a la cancha al mismísimo Spud Webb, el mítico prodigio al que alguien elevaba aquella noche del 86 con finísimos cables, y lo coloca en posición de “aguarda que te paso el escroto por la calva”.
Y allí los tienen, Robinson y Spud sobre la arena del Toyota Center, con pinta de haberse escapado de la cuadrilla del bombero-torero, cuando el de los Knicks pone las luces de despegue y lo pasa por encima como en aquella escena de Con la muerte en los talones.
Yo no soy Cary Grant, y son las tres de la mañana, pero juro que me he echado al suelo, y ahora estoy llorando.
El pequeño Robinson tiene los ojos saltones, no digamos las patas, se levanta del parqué y a uno le entra como susto, a punto de contemplar la puesta en órbita del primer afroamericano en zapatillas.
Robinson agarra la pelota, canturrea la canción de los enanitos y hace del suelo una pura nostalgia; adiós amigos, adiós, viviré allá arriba, entre las aves migratorias, sin miedo a los efectos de la gripe del pollo.
El gran momento de la noche llega cuando Robinson, en un alarde de enano crecido y vacilón, saca a la cancha al mismísimo Spud Webb, el mítico prodigio al que alguien elevaba aquella noche del 86 con finísimos cables, y lo coloca en posición de “aguarda que te paso el escroto por la calva”.
Y allí los tienen, Robinson y Spud sobre la arena del Toyota Center, con pinta de haberse escapado de la cuadrilla del bombero-torero, cuando el de los Knicks pone las luces de despegue y lo pasa por encima como en aquella escena de Con la muerte en los talones.
Yo no soy Cary Grant, y son las tres de la mañana, pero juro que me he echado al suelo, y ahora estoy llorando.
Link: Robinson de los cielos