Guía para perplejos

08 febrero 2006


La batalla de las civilizaciones me pilla en Córdoba, qué casualidad, la mano sobre la babucha izquierda de Maimónides. Dice la tradición que la sabiduría del judío pasará a mi ser por arte de embrujo, a través de los pies fríos de la estatua; pero yo, por si acaso, me subo las solapas del abrigo, no me vaya a transmitir un constipado. Si me diera por ponerme profundo a estas horas, me preguntaría si ha sido la casualidad, o eso que llaman Destino, lo que me ha traído hasta aquí, en esta noche tan oscura. Pero sigo paseando.

No hay ni un alma por las calles, solo un perro tuerto que me sigue hasta el final de una calleja. Tampoco hay nadie alrededor de la mezquita; parece una gran fortaleza que ha cerrado sus puertas a los extraños. Por un instante pienso que los que estamos fuera vamos a morir, decapitados por heladas cimitarras. La presencia de un par de cordobeses me tranquiliza, pasan por mi lado hablando de embajadas, de dibujos, de Mahoma… Un segundo después, el nombre del profeta – tantas veces pronunciado alrededor de estas paredes – se pierde con los dos extraños, en dirección al río.

El bronce de las puertas está frío, me acerco para tocarlo (tengo esta noche la vena maricona de tocarlo todo) e imagino los bronces de otros templos en Damasco, en Beirut, en Teherán, iluminados a esta hora por los hachones de la ira, por los cócteles Molotov de la revolución islámica.

A aquellos que no sabían compaginar fe y razón, Maimónides los bautizó como “perplejos”. Estos pensamientos - y la correspondiente legión de “perplejos” - le llevaron bien lejos de Córdoba, más allá de Egipto, donde refugiarse de las intransigencias. Ochocientos años después, han bajado de la montaña para aniquilarnos a todos, en el buen nombre del profeta.

Si tuviera la Moré Nebujím (la Guía de Perplejos) tal vez me protegiera de los espectros, pero esta noche solo tengo una guía de Córdoba para salir de la ciudad. Sigo las indicaciones del plano, entre largas sombras, en dirección al hotel. Ni una tasca abierta donde comer un pincho moruno. Antes de acostarme, hambriento y asustado, rezo aquella letanía del viejo rabino: “Que en el día de hoy descubra mis desaciertos de ayer, y en el de mañana vea con nuevas luces lo que hoy me parece seguro”.