Un grupo de intrépidos desconocidos lleva semanas desconcertando a los viajeros de la línea 1 de metro de Madrid, que tan pronto se encuentran caminando por la estación de Bilbado, como por la de Líos Rosas o Cuatro Cominos. Se trata de un perfecto ejemplo de street art, una interferencia urbana capaz de convertir la realidad cotidiana en una impactante forma de expresión.
Lo que impacta de este arte callejero, desenfadado y cabrón, es la posibilidad de toparse de narices con una ráfaga de iluminación, una inesperada bofetada de lucidez para la que nadie nos había advertido con anterioridad. El bofetón puede acechar junto a una farola, en la fachada del ayuntamiento o la parada del autobús. Debemos estar preparados para toparnos con una placa que no conmemora absolutamente nada o con un gran cartel que nos advierte del peligro de sus propios y afilados bordes.
Este catálogo de deslumbramientos a traición, lo preparan sigilosamente algunos locos de la sorpresa urbana, gentes como los Reyes del Mambo, dispuestos a cambiar la V de la empresa VISA hasta convertirla en RISA, o a llenar una señal de peligro de bolas de billar.
A la vista del panorama, se diría que ha nacido una especie de señalética del absurdo, obra de una cuadrilla de neuróticos dispuestos a poner patas arriba la ciudad. Esta forma de expresión, sin embargo, se aleja del mero gamberrismo o del gusto por el chiste; detrás de cada acción hay más bien un deseo de conmoción en la conciencia de la ciudad, como si necesitáramos ver con claridad que todo puede ser distinto de como es.
Como toda forma de arte, el street art sirve para materializar ideas y expresiones de toda condición. Hace un par de semanas, con motivo del Día de la Mujer Trabajadora, los muñequitos de los semáforos de Lugo sufrían una espontánea y sorprendente feminización, de pronto aparecían con faldas y en pareja, en una primera metamorfosis de la ciudad.
Lo más frecuente es su utilización con finalidad política, como en el caso de los graffitis que sembraron las calles durante la guerra de Irak o los inesperados carteles electorales del PP que brotaron en algunas cabinas de Madrid. Otras veces el street art juega con la pura subversión, como bocinazo de advertencia en esa selva de signos que es la ciudad.
El fenómeno es tan desbordante que algunos creativos han decidido aprovechar la maraña de mensajes para colar su publicidad. En Brasil, por ejemplo, los responsables de la cadena AXN se han lanzado a la promoción de la serie Perdidos, y no han encontrado mejor manera que empapelar de personajes “desaparecidos” toda una ciudad.
Lo que impacta de este arte callejero, desenfadado y cabrón, es la posibilidad de toparse de narices con una ráfaga de iluminación, una inesperada bofetada de lucidez para la que nadie nos había advertido con anterioridad. El bofetón puede acechar junto a una farola, en la fachada del ayuntamiento o la parada del autobús. Debemos estar preparados para toparnos con una placa que no conmemora absolutamente nada o con un gran cartel que nos advierte del peligro de sus propios y afilados bordes.
Este catálogo de deslumbramientos a traición, lo preparan sigilosamente algunos locos de la sorpresa urbana, gentes como los Reyes del Mambo, dispuestos a cambiar la V de la empresa VISA hasta convertirla en RISA, o a llenar una señal de peligro de bolas de billar.
A la vista del panorama, se diría que ha nacido una especie de señalética del absurdo, obra de una cuadrilla de neuróticos dispuestos a poner patas arriba la ciudad. Esta forma de expresión, sin embargo, se aleja del mero gamberrismo o del gusto por el chiste; detrás de cada acción hay más bien un deseo de conmoción en la conciencia de la ciudad, como si necesitáramos ver con claridad que todo puede ser distinto de como es.
Como toda forma de arte, el street art sirve para materializar ideas y expresiones de toda condición. Hace un par de semanas, con motivo del Día de la Mujer Trabajadora, los muñequitos de los semáforos de Lugo sufrían una espontánea y sorprendente feminización, de pronto aparecían con faldas y en pareja, en una primera metamorfosis de la ciudad.
Lo más frecuente es su utilización con finalidad política, como en el caso de los graffitis que sembraron las calles durante la guerra de Irak o los inesperados carteles electorales del PP que brotaron en algunas cabinas de Madrid. Otras veces el street art juega con la pura subversión, como bocinazo de advertencia en esa selva de signos que es la ciudad.
El fenómeno es tan desbordante que algunos creativos han decidido aprovechar la maraña de mensajes para colar su publicidad. En Brasil, por ejemplo, los responsables de la cadena AXN se han lanzado a la promoción de la serie Perdidos, y no han encontrado mejor manera que empapelar de personajes “desaparecidos” toda una ciudad.
Ver también: Plantillazos