El columnista de la revista Time, Joe Klein, acaba de denunciar públicamente lo que cualquier espectador avezado descubre a las primeras de cambio en la serie 24; que es una sutil legitimación de la tortura y la guerra sucia contra el terrorismo. Basta contemplar durante unos minutos las evoluciones del agente Bauer (Kiefer Sutherland) para comprobar – en palabras de Klein – que “se dedica de forma rutinaria y con demasiado entusiasmo a torturar”. Tan cierto como que los agentes de la UAT (Unidad Antiterrorista) tan pronto encierran al detenido, como le golpean o le amenazan con hacerle tragar una toalla enrollada hasta que sus jugos gástricos la empiecen a digerir.
Dice Klein que esta característica es lo que le diferencia a Bauer “de otros héroes anteriores a los ataques del 11-S”. De hecho hay quien ve en esta serie una especie de catarsis colectiva tras los terribles atentados, como si la sociedad americana necesitara convencerse de que hay alguien que salva al mundo de la amenaza terrorista cada cinco minutos de reloj.
El mensaje de la serie (‘Somos los buenos y nos saltamos las normas por tu bien’) es algo absolutamente interiorizado en el imaginario estadounidense; ahí está la realidad de Guantánamo, sin ir más lejos, o la reciente solicitud del Gobierno Bush al Congreso para que los servicios secretos puedan torturar sin complicaciones fuera del territorio norteamericano. “Lo que no vemos, no sucede” – debería rezar en el frontispicio del Capitolio. 'Torture usted, pero no me lo cuente'
Para el actor Kiefer Sutherland, estas acusaciones son gratuitas. Cree que hay que separar el mundo real de una simple ficción televisiva: “Yo no tengo ningún problema separándolos – dice - y no creo que nadie lo tenga”. Realidad y ficción. “Mencionar las torturas de la serie en la misma frase que Abu Ghraib – continúa Sutherland – es algo totalmente irresponsable”. Y eso que el propio Sutherland se vio obligado a aparecer en un anuncio de televisión, tras la cuarta temporada, para aclarar que no todos los árabes son terroristas, pese a lo que, viendo la serie, hubiera podido parecer.
Pero si “24” es, como dice Klein, “la clásica fantasía conservadora”, el análisis de otras series de sesgo más demócrata o liberal tampoco consigue tranquilizar. Ahí está, por ejemplo, la celebrada “El ala oeste de la Casa Blanca”, una especie de delirio utópico donde el presidente Bartlet (Martin Sheen), y su equipo de asesores, resuelven los problemas de la Humanidad. Más allá de la calidad de los diálogos o las interpretaciones – hasta el propio Rob Lowe hace un papel decente (¡!)- , la serie alcanza tal nivel de inverosimilitud que llega a desesperar. Ni un ápice de corrupción, malicia o mala baba en la administración; el mundo es maravilloso y nuestros gobernantes son seres bondadosos, llenos de ideas brillantes y buena intención.
El caso de CSI (en especial en la versión de Horatio “chuloputas” Caine) nos presenta también una curiosa visión del crimen. Al final de cada episodio, el asesino confiesa sus fechorías ante el agente, explica fríamente por qué ha estrangulado a menganito o degollado a fulanito, a menudo porque le molestaba o porque se lo merecía sin más. El malo es aquí un ser de límites perfectamente delimitados, es malo malísimo de nacimiento, tan perverso que no le queda otra salida que confesar, casi con orgullo, que es un animal. Ni rastro del miedo, la desesperación o la miseria que suele haber detrás de cada acto criminal, pues en la mente del guionista hay dos tipos de personas: los buenos vecinos y los que se dedican a matar.
Hace unos días, discutiendo en el trabajo sobre la serie House (una de mis favoritas), llegábamos de nuevo a esa barrera entre la realidad y la ficción: ¿aceptaríamos de buen grado a un médico que nos tratara a patadas como hace House con sus pacientes? Probablemente no. Pero en la pantalla nos parece un tipo fenomenal. Hasta extremos tan enfermizos como el de mi amiga P., que le suelta a su novio nada más llegar: “trátame mal, Paco, trátame como House”. Y ahora es el muchacho el que no distingue entre ficción y realidad.
Dice Klein que esta característica es lo que le diferencia a Bauer “de otros héroes anteriores a los ataques del 11-S”. De hecho hay quien ve en esta serie una especie de catarsis colectiva tras los terribles atentados, como si la sociedad americana necesitara convencerse de que hay alguien que salva al mundo de la amenaza terrorista cada cinco minutos de reloj.
El mensaje de la serie (‘Somos los buenos y nos saltamos las normas por tu bien’) es algo absolutamente interiorizado en el imaginario estadounidense; ahí está la realidad de Guantánamo, sin ir más lejos, o la reciente solicitud del Gobierno Bush al Congreso para que los servicios secretos puedan torturar sin complicaciones fuera del territorio norteamericano. “Lo que no vemos, no sucede” – debería rezar en el frontispicio del Capitolio. 'Torture usted, pero no me lo cuente'
Para el actor Kiefer Sutherland, estas acusaciones son gratuitas. Cree que hay que separar el mundo real de una simple ficción televisiva: “Yo no tengo ningún problema separándolos – dice - y no creo que nadie lo tenga”. Realidad y ficción. “Mencionar las torturas de la serie en la misma frase que Abu Ghraib – continúa Sutherland – es algo totalmente irresponsable”. Y eso que el propio Sutherland se vio obligado a aparecer en un anuncio de televisión, tras la cuarta temporada, para aclarar que no todos los árabes son terroristas, pese a lo que, viendo la serie, hubiera podido parecer.
Pero si “24” es, como dice Klein, “la clásica fantasía conservadora”, el análisis de otras series de sesgo más demócrata o liberal tampoco consigue tranquilizar. Ahí está, por ejemplo, la celebrada “El ala oeste de la Casa Blanca”, una especie de delirio utópico donde el presidente Bartlet (Martin Sheen), y su equipo de asesores, resuelven los problemas de la Humanidad. Más allá de la calidad de los diálogos o las interpretaciones – hasta el propio Rob Lowe hace un papel decente (¡!)- , la serie alcanza tal nivel de inverosimilitud que llega a desesperar. Ni un ápice de corrupción, malicia o mala baba en la administración; el mundo es maravilloso y nuestros gobernantes son seres bondadosos, llenos de ideas brillantes y buena intención.
El caso de CSI (en especial en la versión de Horatio “chuloputas” Caine) nos presenta también una curiosa visión del crimen. Al final de cada episodio, el asesino confiesa sus fechorías ante el agente, explica fríamente por qué ha estrangulado a menganito o degollado a fulanito, a menudo porque le molestaba o porque se lo merecía sin más. El malo es aquí un ser de límites perfectamente delimitados, es malo malísimo de nacimiento, tan perverso que no le queda otra salida que confesar, casi con orgullo, que es un animal. Ni rastro del miedo, la desesperación o la miseria que suele haber detrás de cada acto criminal, pues en la mente del guionista hay dos tipos de personas: los buenos vecinos y los que se dedican a matar.
Hace unos días, discutiendo en el trabajo sobre la serie House (una de mis favoritas), llegábamos de nuevo a esa barrera entre la realidad y la ficción: ¿aceptaríamos de buen grado a un médico que nos tratara a patadas como hace House con sus pacientes? Probablemente no. Pero en la pantalla nos parece un tipo fenomenal. Hasta extremos tan enfermizos como el de mi amiga P., que le suelta a su novio nada más llegar: “trátame mal, Paco, trátame como House”. Y ahora es el muchacho el que no distingue entre ficción y realidad.