En el verano de 1717, un barco procedente de Holanda llegó hasta San Petersburgo cargado con uno de los tesoros más preciados de su tiempo: las más de 3.000 preparaciones anatómicas realizadas por el profesor Frederik Ruysch. La colección, adquirida por el mismísimo Pedro el Grande para su gabinete de curiosidades, estaba formada por animales, plantas y un largo número de fetos humanos conservados en pequeños frascos. Sin embargo, al llegar a puerto, los hombres del zar comprobaron con espanto que buena parte de la colección se había echado a perder: durante la travesía, los marineros se habían bebido el alcohol de las preparaciones.
Más allá de la veracidad de la anécdota, seguramente apócrifa, lo cierto es que casi toda la colección del doctor Ruysch llegó a salvo San Petersburgo y pasó a integrarse en el Kunstkammer (o gabinete de curiosidades) de Pedro el Grande. Los Cuartos de Maravillas o Gabinetes de Curiosidades – precursores de los museos actuales – fueron el lugar elegido por los grandes monarcas para albergar los objetos traídos de todo el mundo por los exploradores. Convertido en el Museo de Antropología y Etnografía de San Petersburgo, el gabinete de Pedro el Grande aún conserva decenas de estatuillas, animales y plantas traídos de las Indias Orientales, el Mar Caspio o la lejana Samarcanda. Pero la verdadera joya del museo sigue siendo el gabinete de los horrores del doctor Ruysch. (Seguir leyendo)
* Advertencia: este post contiene imágenes que pueden resultar escabrosas
En el año 1696, el doctor holandés Frederik Ruysch anunció que había hallado un sistema para la conservación de los cuerpos que les hacía parecer completamente vivos más allá de la muerte. Su casa en el Bloemgracht, en Ámsterdam, se convirtió en una especie de centro de peregrinación para los visitantes extranjeros. Allí, previo pago de una entrada, los visitantes tenían la ocasión de contemplar los cuerpos de bebés embalsamados, exhibidos en pequeños ataúdes y adornados con flores y bonitos vestidos. El gabinete se abría solo un par de veces a la semana y comenzó a ser conocido como la “octava maravilla del mundo”. En su libro de invitados constan los nombres de los personajes más célebres de la época, entre ellos la firma del Pedro el Grande de quien se dice que quedó tan obnubilado por la apariencia de vida de los cuerpos que se detuvo ante uno de los bebés y le besó la mejilla.
Mediante la inyección de colorantes y diversas sustancias de su invención, Ruysch conseguía dotar a los cadáveres del color y lustre reservado para los vivos. De su composición solo se sabe que contenía cera de abeja, pero lo cierto es que los cuerpos de Ruysch, según todas las crónicas de la época, parecían sumidos en un agradable sueño. El fenómeno llegó tan lejos que se dijo que había descubierto el secreto de la resurrección.
Uno de los trabajos más admirados de Ruysch eran los famosos grupos escultóricos fabricados con miembros humanos y fetos de bebés. Aquellas composiciones o dioramas – de los que no nos han llegado más que dibujos – pretendían trasladar un mensaje moralizante al espectador. Fabricados “con esqueletos de pequeños abortos, arterias que semejaban árboles, cálculos renales, tumores y órganos extraídos a pacientes y cadáveres”, su única intención era reflejar la banalidad de nuestras vidas.
Según el doctor González Crussí, Ruysch disponía los cadáveres en su gabinete “en posiciones dramáticas, como si fueran actores en la escena. Un cadáver parecía tocar el violín", "un esqueleto adoptaba una posición llorosa, y parecía estar secándose las lágrimas con un pañuelo”, “otro descansaba en un paisaje surrealista, en el cual los árboles eran tráqueas con bronquios disecados”, “mientras que las piedras sobre el suelo eran figuradas por vesículas y cálculos biliares”.
“No le bastaba a Ruysch mostrar un brazo infantil dentro de un frasco de fijador” - comenta González Crussí – “Tenía que adornarlo con un brazalete, o cubrirlo con una manga de delicada batista". "Las cabezas de feto las cubría con bonetes muy a la moda de los bebés de entonces... los esqueletos en posiciones sugestivas, y las extremidades amputadas ataviadas con tul, encaje y pedrerías”.
El cuadro de Jan van Neck, “Lección de anatomía del Dr. Frederik Ruysch” (1683), nos muestra al doctor manipulando el cordón umbilical de un bebé mientras sus acompañantes observan la placenta. En el extremo derecho aparece un muchacho que sostiene un esqueleto de bebé mientras observa la escena: es el hijo de Ruysch, Hendrick, que más tarde continuaría con la labor de su padre. Las lecciones de anatomía eran un espectáculo muy celebrado en la Holanda del siglo XVII, y aunque estaban reservadas para médicos y estudiantes, el público tenía la posibilidad de comprar las localidades sobrantes y contemplar los “secretos de la Naturaleza”. Algunas crónicas aseguran que las disecciones de mujeres eran las más concurridas, especialmente si estaban embarazadas, puesto que el anatomista tenía la oportunidad de dar una lección sobre el desarrollo del feto.
Uno de los aspectos que más llaman la atención de los trabajos de Ruysch es la cantidad ingente de cuerpos de bebés que utilizaba para sus trabajos. Al contrario que sus compañeros, que se valían de los cuerpos de criminales adultos que morían en las cárceles o en las calles, Ruysch parecía fascinado por los pequeños cuerpos. Al menos un tercio de sus trabajos de conservación pertenecen a cuerpos de niños, especialmente cabezas, aunque también brazos y piernas diminutas.
¿Por qué se sentía tan fascinado Ruysch por los cuerpos de los niños y de dónde sacaba tal cantidad de ellos? Según Julie V. Hansen, Ruysch pudo centrarse en los bebés debido a las leyes que le impedían acumular determinado número de cadáveres adultos en su estudio. Lo más probable, sin embargo, es que tuviera muy en cuenta el aspecto estético, dado que los cuerpos de los bebés daban a sus trabajos un toque de gracia y delicadeza que no habría conseguido de otra manera. Por no hablar de que el componente trágico de la inocente y frustrada vida de un bebé añadía un indudable interés a sus ‘bodegones’ de la muerte.
Sobre la cantidad de cadáveres infantiles con los que Ruysch se proveía, se ha dicho que eran proporcionados por las matronas de la ciudad, a las que le unía un pacto secreto. El resto de hipótesis, menos racionales y mucho más estremecedoras, es algo que el doctor Ruysh dejó abierto a la imaginación de las generaciones venideras.
Más allá de la veracidad de la anécdota, seguramente apócrifa, lo cierto es que casi toda la colección del doctor Ruysch llegó a salvo San Petersburgo y pasó a integrarse en el Kunstkammer (o gabinete de curiosidades) de Pedro el Grande. Los Cuartos de Maravillas o Gabinetes de Curiosidades – precursores de los museos actuales – fueron el lugar elegido por los grandes monarcas para albergar los objetos traídos de todo el mundo por los exploradores. Convertido en el Museo de Antropología y Etnografía de San Petersburgo, el gabinete de Pedro el Grande aún conserva decenas de estatuillas, animales y plantas traídos de las Indias Orientales, el Mar Caspio o la lejana Samarcanda. Pero la verdadera joya del museo sigue siendo el gabinete de los horrores del doctor Ruysch. (Seguir leyendo)
* Advertencia: este post contiene imágenes que pueden resultar escabrosas
En el año 1696, el doctor holandés Frederik Ruysch anunció que había hallado un sistema para la conservación de los cuerpos que les hacía parecer completamente vivos más allá de la muerte. Su casa en el Bloemgracht, en Ámsterdam, se convirtió en una especie de centro de peregrinación para los visitantes extranjeros. Allí, previo pago de una entrada, los visitantes tenían la ocasión de contemplar los cuerpos de bebés embalsamados, exhibidos en pequeños ataúdes y adornados con flores y bonitos vestidos. El gabinete se abría solo un par de veces a la semana y comenzó a ser conocido como la “octava maravilla del mundo”. En su libro de invitados constan los nombres de los personajes más célebres de la época, entre ellos la firma del Pedro el Grande de quien se dice que quedó tan obnubilado por la apariencia de vida de los cuerpos que se detuvo ante uno de los bebés y le besó la mejilla.
Mediante la inyección de colorantes y diversas sustancias de su invención, Ruysch conseguía dotar a los cadáveres del color y lustre reservado para los vivos. De su composición solo se sabe que contenía cera de abeja, pero lo cierto es que los cuerpos de Ruysch, según todas las crónicas de la época, parecían sumidos en un agradable sueño. El fenómeno llegó tan lejos que se dijo que había descubierto el secreto de la resurrección.
Uno de los trabajos más admirados de Ruysch eran los famosos grupos escultóricos fabricados con miembros humanos y fetos de bebés. Aquellas composiciones o dioramas – de los que no nos han llegado más que dibujos – pretendían trasladar un mensaje moralizante al espectador. Fabricados “con esqueletos de pequeños abortos, arterias que semejaban árboles, cálculos renales, tumores y órganos extraídos a pacientes y cadáveres”, su única intención era reflejar la banalidad de nuestras vidas.
Según el doctor González Crussí, Ruysch disponía los cadáveres en su gabinete “en posiciones dramáticas, como si fueran actores en la escena. Un cadáver parecía tocar el violín", "un esqueleto adoptaba una posición llorosa, y parecía estar secándose las lágrimas con un pañuelo”, “otro descansaba en un paisaje surrealista, en el cual los árboles eran tráqueas con bronquios disecados”, “mientras que las piedras sobre el suelo eran figuradas por vesículas y cálculos biliares”.
“No le bastaba a Ruysch mostrar un brazo infantil dentro de un frasco de fijador” - comenta González Crussí – “Tenía que adornarlo con un brazalete, o cubrirlo con una manga de delicada batista". "Las cabezas de feto las cubría con bonetes muy a la moda de los bebés de entonces... los esqueletos en posiciones sugestivas, y las extremidades amputadas ataviadas con tul, encaje y pedrerías”.
El cuadro de Jan van Neck, “Lección de anatomía del Dr. Frederik Ruysch” (1683), nos muestra al doctor manipulando el cordón umbilical de un bebé mientras sus acompañantes observan la placenta. En el extremo derecho aparece un muchacho que sostiene un esqueleto de bebé mientras observa la escena: es el hijo de Ruysch, Hendrick, que más tarde continuaría con la labor de su padre. Las lecciones de anatomía eran un espectáculo muy celebrado en la Holanda del siglo XVII, y aunque estaban reservadas para médicos y estudiantes, el público tenía la posibilidad de comprar las localidades sobrantes y contemplar los “secretos de la Naturaleza”. Algunas crónicas aseguran que las disecciones de mujeres eran las más concurridas, especialmente si estaban embarazadas, puesto que el anatomista tenía la oportunidad de dar una lección sobre el desarrollo del feto.
Uno de los aspectos que más llaman la atención de los trabajos de Ruysch es la cantidad ingente de cuerpos de bebés que utilizaba para sus trabajos. Al contrario que sus compañeros, que se valían de los cuerpos de criminales adultos que morían en las cárceles o en las calles, Ruysch parecía fascinado por los pequeños cuerpos. Al menos un tercio de sus trabajos de conservación pertenecen a cuerpos de niños, especialmente cabezas, aunque también brazos y piernas diminutas.
¿Por qué se sentía tan fascinado Ruysch por los cuerpos de los niños y de dónde sacaba tal cantidad de ellos? Según Julie V. Hansen, Ruysch pudo centrarse en los bebés debido a las leyes que le impedían acumular determinado número de cadáveres adultos en su estudio. Lo más probable, sin embargo, es que tuviera muy en cuenta el aspecto estético, dado que los cuerpos de los bebés daban a sus trabajos un toque de gracia y delicadeza que no habría conseguido de otra manera. Por no hablar de que el componente trágico de la inocente y frustrada vida de un bebé añadía un indudable interés a sus ‘bodegones’ de la muerte.
Sobre la cantidad de cadáveres infantiles con los que Ruysch se proveía, se ha dicho que eran proporcionados por las matronas de la ciudad, a las que le unía un pacto secreto. El resto de hipótesis, menos racionales y mucho más estremecedoras, es algo que el doctor Ruysh dejó abierto a la imaginación de las generaciones venideras.