La familia Watras, en su casa de Pensilvania.
En diciembre de 1984, el ingeniero Stanley Watras trabajaba en la construcción de la central nuclear de Limerick, en Pensilvania (EEUU). Unos meses antes, él y su mujer, embarazada de su segundo hijo, se habían mudado a una nueva casa cerca de la central. En aquella época su tarea se centraba en la puesta a punto de la unidad 2 de la planta, pero los fines de semana entraba en el reactor 1 para hacer labores de mantenimiento. A las 9.30 del domingo 2 de diciembre saltaron las alarmas del control de radiación. “La sirena empezó a sonar y se encendieron todas las luces rojas”, recuerda Watras. “Mi cuerpo entero estaba contaminado, de los pies a la cabeza.”
Durante los siguientes días, Watras siguió yendo a trabajar a la central y las alarmas saltaban siempre, mientras el personal de seguridad trataba de averiguar cuál era la fuente de aquella radiación. Ninguno de los elementos con los que trabajaba el ingeniero tenía aquellos niveles de radiactividad, y aún no había combustible nuclear en el reactor; algo no cuadraba. Hasta que alguien se dio cuenta de que Watras no disparaba las alarmas al salir del reactor, sino al entrar desde el exterior.
Los indicios llevaron a los especialistas hasta la casa de Watras: sus contadores Geiger daban un valor diez veces por encima de la radiación permitida en la central; incluso las muestras de aire tuvieron que ser rebajadas para que los aparatos pudieran funcionar. La fuente de contaminación era la casa y la increíble acumulación de gas radón que había en su interior: hasta 100.000 becquerelios por metro cúbico (Bq/m3) de aire, un riesgo para la salud similar a fumar 135 paquetes de tabaco al día.
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