Hay una tierra más allá de los hielos del norte. La idea cobraba fuerza en los albores del siglo XX, cuando decenas de exploradores se adentraban por primera vez en aguas del Ártico y competían por conquistar el territorio polar. Unos y otros traían noticias de unas tierras que podían divisarse de cuando en cuando en el horizonte, al otro lado de los mares helados, y que nadie había pisado. Los propios esquimales, contaba el explorador sir
John Richardson tras uno de sus viajes, hablaban de un lugar al que algunos de ellos habían llegado alguna vez en un témpano a la deriva y en la que habían sido recibidos, tras muchas noches de viaje, por otros hombres como ellos. "Se dice que los nativos han visto una tierra al norte en los días claros de primavera", escribía
Marcus Taker en 1894. Unos años antes, el capitán
John Keenan, perseguía un grupo de ballenas cuando quedó perdido durante días en aguas árticas. Una vez que la niebla se aclaró, relataría más tarde, él y sus hombres vieron claramente una tierra al norte, pero dieron la vuelta y pusieron rumbo al sur.
El testimonio definitivo, y el que desató la fiebre por la tierra del norte, fue el que ofreció el legendario explorador
Robert Peary, que más tarde se atribuiría haber sido el primero en llegar al Polo Norte. En 1906, durante uno de sus viajes por el Ártico, Peary dijo haber divisado una gran isla en el horizonte, a unas 150 millas al noroeste del cabo Thomas Hubbard, y la bautizó como Tierra de Crocker, en honor del banquero
George Crocker, uno de los patrocinadores de su expedición. La noticia puso en marcha una carrera para ser el primero en descubrir la nueva
Terra incognita. El Museo de Historia Natural de Nueva York, con ayuda de algunas universidades, reunió una auténtica fortuna para enviar a un grupo de hombres
en busca de la Tierra de Crocker. El museo aportó la importante suma de 100.000 dólares para descifrar lo que los periódicos de la época empezaron a llamar
el "último problema geográfico del mundo".
El elegido para encabezar aquella aventura fue el explorador
Donald Baxter MacMillan, un geólogo y aventurero que había viajado con el propio Peary en su aventura hacia el polo. MacMillan sustituía a
George Borup, quien debía haber comenzado la misión en 1912 pero se había ahogado en una de sus exploraciones. El geólogo reorganizó los recursos y dispuso todo para partir el día 2 de julio de 1913 a bordo del buque Diana, en dirección a Groenlandia. En su equipo había una
combinación de científicos y nativos inuits, conocedores del terreno. A bordo del barco viajaban el botánico y geólogo W. Elmer Ekblaw, el zoólogo Maurice Cole Tanquary, y el médico Harrison J. Hunt, cuya misión era anotar y clasificar cada especie descubierta en las nuevas tierras. "Sus límites y extensión sólo se puede adivinar", aventuraba MacMillan antes de partir en busca de la isla, "pero estoy seguro de que encontraremos animales extraños allí y
espero descubrir una nueva raza de hombres".
Fotografía tomada por MacMillan durante la expedición. Imagen:
Arctic Museum
La expedición empezó con mal pie y a las dos semanas, cuando navegaban frente a las costas de Labrador, sobrevino el primer percance. El capitán del barco estrelló el Diana contra las rocas al intentar esquivar un iceberg. La expedición y las provisiones fueron trasladadas a un nuevo buque, el Erik, que alcanzaría el remoto puesto de Etah, en Groenlandia, a mediados de agosto. En aquel lugar pasarían el invierno polar a la espera de que regresara la luz y tras varios intentos fallidos, en marzo de 1914, MacMillan, Green, Ekblaw y siete esquimales
partieron hacia su objetivo con 1.500 kilos de provisiones cargados en trineos y casi 2.000 kilómetros de viaje por delante.
Después de escalar un gigantesco glaciar y soportar temperaturas de hasta 50 grados bajo cero, y de varios abandonos, la expedición llegó el 21 de abril hasta una llanura desde la que divisaron una gran masa de tierra al noroeste. "Green acababa de salir del iglú cuando regresó corriendo, llamando a la puerta y gritando
"¡Lo tenemos!"", escribió MacMillan. "Seguimos a Green hasta uno de los montículos más altos y no cabía ninguna duda. ¡Por todos los santos! ¡Menuda tierra!
Colinas, valles y picos nevados se extendían lo menos 120 grados sobre el horizonte". Pero no todos estaban tan contentos. Al preguntarle a Peea-wah-to, uno de los esquimales de la expedición, qué ruta debían seguir para llegar mejor hasta allí, contestó que lo que tenían delante no era otra cosa que "
poo-jok" (que en inuit significa niebla).
Ilustración del siglo XIX de un fenómeno de Fata Morgana (Fuente:
Wikipedia)
En los siguientes días, caminando trabajosamente por el hielo, a MacMillan le asaltaban las dudas, pero seguía viendo aquella tierra que nunca parecían alcanzar. "A medida que avanzábamos", recordaba, "el paisaje cambiaba gradualmente de apariencia y variaba su extensión con el movimiento del solo; finalmente, por la noche, desaparecía de golpe". Cinco días después y tras recorrer más de 200 kilómetros sobre el peligroso mar de hielo, MacMillan se vio obligado a admitir que allí no había más que un espejismo. "
Estábamos persiguiendo un fuego fatuo que se alejaba constantemente", escribió, "siempre cambiante y siempre llamándonos... Mis sueños de los últimos cuatro años eran meros sueños; mis esperanzas habían terminado en una amarga decepción".
La Tierra de Crocker, después de todo, no existía. Tanto Peary como los hombres de MacMillan habían sido víctimas de un tipo particular de espejismo conocido como "
Fata Morgana", un fenómeno por el que la atmósfera actúa a veces como una lente y distorsiona la forma de un objeto lejano. En los mares más cálidos produce la aparición de objetos flotantes en el cielo, como islas, y a veces barcos que parecen volar, lo que podría estar detrás de la famosa leyenda del "
Holandés errante". En el caso de la isla de Crocker, es probable que algún témpano de hielo frente al horizonte produjera el efecto visual de parecer una costa montañosa. "
Habríamos apostado nuestras vidas a que era real", escribió MacMillan, pero "nuestra opinión entonces, y ahora, es que se trataba de un espejismo o de un reflejo sobre la placa de hielo".
La mala suerte de MacMillan no acabó allí. En los siguientes días regresaron a toda prisa, justo cuando el hielo empezaba a resquebrajarse bajo sus pies. Sus hombres y él vagaron por el Ártico durante dos años más hasta que
en 1917 un buque consiguió rescatarlos y llevarlos de vuelta a Estados Unidos. Habían pasado cuatro años de su vida y perdido algunas vidas persiguiendo una ilusión óptica. Pero lo más terrible estaba por conocerse. En 1980 se restauró
el diario perdido de la expedición de Robert Peary y se descubrió que el día del supuesto primer avistamiento de la isla, el explorador había dejado una anotación: "No hay tierra a la vista". Algunos historiadores creen que Peary - conocido por otras artimañas y manipulaciones - pudo inventar o exagerar la existencia de la isla y le puso el nombre del banquero George Crocker para conseguir que le financiara sus siguientes expediciones.
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